EL ECLIPSE Y LOS
VIENTOS. Ana María Manceda ( 1º Premio Internacional certamen “Huellas
contemporáneas” CENTRO ESCRITORES NACIONALES. CÓRDOBA 2013)
¿Qué piensa Félix mientras observa
la interminable pradera? Los sembradíos se doblan con la brisa y juegan a hacer
olas en el inmenso y verde océano pampeano. El traqueteo del tren y su silbido
por ahí lo molestan, es que él tiene una música interior, siempre la lleva consigo
y ese ruido rompe la armonía.
Félix se crió en un conventillo de Buenos
Aires, de esos con patio en el centro, habitaciones alrededor, escalera,
pasillos circulares y más habitaciones habitadas por distintas familias de
inmigrantes. Algunas flores en macetas
de tres patas, una madreselva contra el muro del edificio vecino, voces
extrañas, mezcladas, resultando un español espasmódico y nostálgico de mares. Pero
los inundaba la realidad, el olor del río, su humedad, el resplandor rojizo de
los atardeceres pampeanos y en el cielo nocturno la constelación de la Cruz del Sur indicando el hemisferio que los
cobijaba. Al lado de su pieza vivía un
viejo violinista emigrado de algún país centroeuropeo, escapado de los progroms. Cuando el músico volvía de su
trabajo, luego de un leve descanso y frugal merienda ejecutaba con su
violín Las Cuatro Estaciones de Vivaldi,
sin importarle que la melodía se mezclara con la de los tangos y milongas que
en el patio escuchaban los otros
inmigrantes. Todo confluía a hacer más cálida la confusión general. Y así por
años. Félix había incorporado desde niño
las Cuatro estaciones a su cerebro y el ritual de observar los encuentros
de los vecinos en el lugar común. Era único hijo de un obrero textil y una
madre laboriosa que ayudaba a la economía familiar, haciendo algunos planchados
para personas importantes del vecindario. Se crió a su manera feliz, solo una
pequeña sombra acechaba su inteligencia, muy pequeña. Leía y releía un libro de
Alejandro Dumas que su padre había
encontrado en el asiento del tren “El
Conde de Montecristo”. Estas lecturas, la escuela primaria aprobada con
esfuerzo y el ritual de los vecinos, fueron las raíces de su infancia. Llegando a
la juventud ya tenía un porte agradable y sereno, eso sí, tenía una idea fija,
él era un señorito. Según su fantasía el destino le había jugado una mala
pasada al hacerlo vivir en ese vecindario pobre pero de alguna manera se haría
justicia con él. En la adolescencia sintió profundamente la muerte del viejo
músico, fue su primera pérdida real. Pasado los años ahí andaba, ya más maduro,
deambulando por la zona, con su fino traje oscuro a rayas, planchado y re-planchado
por su madre, camisa blanca, pelo a la
gomina, dejando a su paso una estela perfumada con colonia Atkinsons. Para los
vecinos era una figura querida de esa geografía porteña.
Los
comerciantes y clientes de la tintorería, la verdulería y la carnicería, al verlo pasar lo llamaban para
conversar, les divertía su florido lenguaje y entre comentarios suspicaces querían lograr alguna confesión de sus amoríos
en el burdel del barrio, pero no, solo escuchaban las anécdotas cotidianas adornadas con algún sello de jerarquía que le
atribuía a su persona. ¡Era bueno Félix! ¡Era divertido Félix! Pero algo le
fallaba de golpe en su cerebro, venía bien, considerando bien su acostumbrada verborragia y ¡Zas! Por ahí
les salía con una frase o una palabra que los descolocaba. En la brillantez y
entusiasmo de su charla, una sombra, como un eclipse repentino, desviaba la
coherencia adornada para vagabundear por caminos incomprensibles. Una tarde de lluvia, de esas que en Buenos
Aires parece que el cielo de nubes violetas se desploma sobre la ciudad, Félix se
cayó, quiso cruzar por un tablón puesto entre la calle y la vereda, ya que el
agua corría como arroyo por la orilla del cordón cuneta. Los vecinos
acudieron a su socorro llevándolo
de los brazos hacia el calor de la tintorería, allí lo secaron. ─¡Pobre Don
Félix! ¿Le duele algo?
Ya repuesto, tomando un café caliente y en pose de
conferencia responde.« No, no gracias, me duele un poco este brazo».
─ ¿Y como fue el accidente Don Félix?« No sé, venía
caminando presuroso, la cabeza gacha
debido a la lluvia, subí por el
puentecillo de madera, perdí la equitatura, caí en el pozo y salí ileso».
Risas generales, no
entendían nada ¡Y lo de ileso! El pobre tenía un ojo morado, el brazo dolorido
y la rodilla sangrante.
Mientras ocurrían estas vidas en el barrio, también en el país
se desarrollaban acontecimientos los cuales no eran nada buenos. En la última
etapa del gobierno peronista, el enfrentamiento
entre los oficialistas y los opositores se hacía más violento, esto creó
un clima ideal para que las Fuerzas Armadas quisieran provocar un “Golpe de
Estado”, situación nada extraordinaria en la historia argentina y en junio de
mil novecientos cincuenta y cinco trataron de derrotar al líder lanzando toneladas de bombas desde aviones de la Marina
de Guerra contra la Casa Rosada y Plaza
de Mayo, con el triste resultado de trescientos muerto y cientos de heridos. El
presidente no se encontraba en su
despacho, el golpe fracasó pero destruyó
a varias familias con la muerte de sus
seres queridos que en esos momentos cruzaban la zona sin sospechar la tragedia.
Entre esos muertos estaba el padre de Félix. Como a Edmond Dantés, el héroe del Conde de
Montecristo, el pobre hombre sintió que su vida fue azotada por un vendaval, la
tragedia le arrebataba su armónica
existencia. Recorría el vecindario con
aspecto impecable pero su cuerpo delataba el agobio, eso sí, describía
la familiar desgracia a cuanto vecino se le ocurriera preguntarle o insinuara
solo una curiosidad en su mirada,
entonces su palabrerío parecía confundirse con cada microscópica gota de
humedad para intercalarse en todos los
resquicios de ese mundo. Al año, su madre murió de tristeza y Félix quedó solo.
Sus vecinos se preocupan por él, lo invitan a comer y en los momentos en que su
verborragia se ahogaba en el silencio, ellos le contaban anécdotas y las
vicisitudes políticas del país. Ya los militares habían podido realizar “El Golpe de Estado”, cíclica pesadilla en la
historia del siglo XX de un país humillado. Cuando escuchaba las historias sentía una
enorme tristeza pensando en la muerte inocente de su padre, lo que sí lo
entusiasmaba y hacía brillar su expresión era la anécdota sobre un músico que
vivía en la Patagonia, en un valle de ensueño, que sacaba todas las tardes de verano al parque, su piano
, para ejecutar las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Eso lo obsesionó, imaginaba
las notas acariciando los bosques y las montañas y pedía de manera recurrente
que le contaran la historia del músico. Un día les dijo a sus vecinos « No sé
como hacer, pero me quiero ir de aquí, ya no es mi lugar, quiero vivir cerca
del músico en ese pueblo de cuento». Insistía en su deseo pero no sabía como
realizarlo. Si en algún momento pensó que el mejor camino era morirse, el deseo
de escuchar su música preferida le dio esperanzas, él músico patagónico era en su imaginación el abate Faria, quién salvó la vida de Dantés al
escuchar éste el sonido que el prisionero hacía para cavar y así poder escapar.
Los vecinos se reunieron y tomaron una decisión, lo querían mucho, lo habían
visto crecer, llegar a la madurez, sabían que a pesar de su ligera tara era un
hombre bueno y comenzaron con los preparativos de arreglarle el viaje. El
tintorero le regaló toda la ropa que los dueños habían abandonado, entre ellas
un hermoso gamulán con piel en el cuello, le compraron otras necesarias, su indispensable colonia, algunos medicamentos,
una valija, algo para comer y unos pesos para que pudiera sobrevivir hasta que
encontrara un trabajo, cosa que le insistían en sus charlas, dándole consejos
hasta el hartazgo, como queriendo sembrar en su mente dispersa, una semilla que
él ignoraba que existía. Por supuesto le dieron el pasaje y todas las
instrucciones, escritas en un cuaderno, para llegar a esas lejanas tierras donde
el músico tocaba su melodía favorita.
Y llegó el
día, luego de meses de preparación Félix partía. Fueron a despedirlo el
tintorero, el carnicero y el verdulero, felices de haber hecho una obra de bien
con el pobre hombre desolado que en su
niñez y juventud les había brindado momentos tan divertidos. La estación lo
deslumbró ¡Tanta gente para viajar, otros que arribaban! De pronto, a pocos metros de ellos se armó un
gran revuelo, un grupo de hombres bien vestidos aplaudían a otro que subía a un
vagón posterior al de Félix. Como en un ensueño sintió que él era tan
importante personaje ¡Adiós señor Interventor! ¡Éxito en su gobierno! ¡Adiós! Los amigos de Félix murmuraban, otro acomodado
de los milicos que va a gobernar algún pueblo del Territorio Nacional. Por fin
subió y acomodó sus valijas, se asomó a la ventanilla, sus dos brazos en alto,
se despedía de tan buena gente, éstos sacaron sus pañuelos y gritaban el adiós.
Cuando el tren arrancó y las manos de Félix saludaban e iban desapareciendo, los
vecinos sintieron el vacío, con los ojos húmedos de tristeza tenían la
convicción que nunca más lo verían.
El paisaje va cambiando al caer la noche, los
campos son áridos y comienza a soplar un fuerte viento. En el horizonte la luna
llena comienza a aparecer y ocupa con su inmensidad y brillo todos los
pensamientos del hombre, siente frío, se acurruca tapado por el hermoso abrigo
y mira. No sabe de pasado ni de futuro, solo obsesiones, él es un hombre
importante, va en busca de la música que lo deleita. Sin saber por qué siente
una profunda tristeza, un páramo en el alma. Es de noche, la luna se está
cubriendo por una sombra amenazante, el polvo de tierra levantado por el viento
dificulta la visión de algunas mesetas que
parecen fantasmas planos en la lejanía.
A la
madrugada el tren para, se arma un alboroto en
la pequeña estación, los pasajeros se despiertan y espían por las
ventanillas ¿Qué sucede? Aún es de
noche, bajan a un hombre en una camilla, lo tapan con una manta, el frío es
atroz. ¡Pero si es el Interventor de los milicos! Descubre un pasajero. Luego
se enteran, sufrió un ataque cardíaco ¡ Má que pobre tipo! Si era un acomodado de los golpistas. Amanece
muy tarde, a de las nueve de la mañana ya van veinticuatro horas de viaje, a
eso de las tres de la tarde arribarán a la última estación. En el trayecto han
ido bajando muchos pasajeros en esos
pequeños pueblos perdidos de la Patagonia. Quedan pocos para bajar en la
estación final, entre ellos está Félix.
¡Por fin! El
silbido del tren ensordece, el vapor quiere congelarse en la atmósfera otoñal.
Llegan a destino. Don Félix ya preparado, con su valija, bolso, puesto el
elegante abrigo, recién peinado y perfumado con su colonia Atkinsons comienza a
descender. Su figura se ve imponente, su pelo entrecano brilla y su mirada,
ligera, perdida, observa al grupo de gente que está en el andén. Estallan el
clarinete y los timbales en una marcha militar a modo de bienvenida. Aplausos.
─ ¡Bienvenido señor Interventor! ¡Bienvenido!
Se ve arrastrado por
la muchedumbre hacia un antiguo coche, lo suben. Se sienta atrás acompañado por
dos vecinos solícitos, se presentan como el gerente de la sucursal bancaria y
el presidente de una sociedad de beneficencia, maneja el comisario, a su lado
el cura del pueblo.
─ Tome, sírvase un café caliente, hace tanto frío a pesar de
estar en otoño y tenemos tres horas de viaje.
El gerente guarda el
termo de café en una caja y saca una botella de coñac y copas.
─ Brindemos por el señor Interventor ¡Salud! ¡¿Y cómo andan
las cosas por la Capital?
«Muy bien, muy bien»
Contesta Félix aturdido.
En el trayecto se ve zonas de mallines donde pasta el
ganado, algunos pájaros viajan acomodados en los lomos de los animales, los
cerros tapizados de bosques y el sol adornando el paisaje de picos congelados.
Colorido, belleza. A las dos horas de viaje la comitiva comienza a sentir el
cansancio, ese traqueteo del coche por las rutas de ripio, con tramos
desparejos y peligrosos, además ¡Hablaron tanto! Los problemas del pueblo, de
sus ochocientos habitantes, de la falta de comunicaciones, la radio que se
escucha es chilena, sin teléfono, de la calefacción a leña, que las
nevadas pronto los dejará aislados.
─ Usted va a vivir en una casa antigua pero sólida señor
Interventor.
«Por favor, llámenme Don Félix, con eso es suficiente»
─ ¡ Ah Don Félix! ¡Qué
tipo sencillo!
A poco de llegar al
pueblo pasan por un sendero cercano a la casa del músico, éste estaba tocando el piano en el
parque, muy abrigado, poseído por la ejecución de su melodía. El señor
interventor hace parar el coche_ ¡Ah quiere escuchar a Don Faria! Ya el loco va
a tener que tocar adentro de la casa, no aguantará el frío.
Félix está conmocionado, baja del coche y queda estático,
siente correr lágrimas por su cara ¡Las Cuatro Estaciones de Vivaldi resonando
entre el valle y los cerros! Su búsqueda había terminado! Él sabía que sería un
hombre importante, el Conde de Montecristo comenzaba su venganza. Luego de un
rato ordenó que sigan el viaje. Los acompañantes creyeron que su emoción era en
realidad producto del frío del atardecer. Él, como un señor, que lo era,
exultante, apabulló a la comitiva con su verborragia porteña, contando
anécdotas reales e imaginarias. Se le mezclaban los tiempos y las geografías,
pero acomodaba, enlazaba con alguna palabra los entuertos de su palabrerío. Lo
escuchaban extasiados, este sí era un hombre de mundo. Había una pequeña
incertidumbre que le preocupaba a Félix ¿Tendría burdel este pueblo? Llegaron.
Al entrar a la casa le abrió la puerta una mujer con aspecto indígena, cara
bondadosa y trato amable, ella sería quién lo atendería. Se volvió a los
señores, agradeció la bienvenida y entró solemne a lo que creyó era un palacio.
No sentía temor, él era el Interventor y para cualquier duda acudiría a su
libro ¡Ahí estarían todas las repuestas!
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