lunes, 26 de julio de 2010

Invernal poema de Miguel A. camino



Desgrana la noche
unas tras de otras,
como las plegarias,
de un rosario de horas
las negras cuentas.
Las conversaciones
son tristes y lentas
cual los blancos copos
que se van cayendo,
y cubren tejados,
cercos y ramadas,
con sus gruesas capas
semialgodonadas.


Poco a poco nuestra alma
nos abandona;
comienza a desprenderse
muy suavemente,
y al fin se aleja
entornando los párpados
de nuestros ojos,
dejando un tibio beso
en nuestra frente...

Y los copos descienden
continuamente,
mas espesos que nunca
mas dulcemente,
tan dulcemente,
llenos de una mística
melancolía,
como roce de alas,
como un leve susurro
de sedería...


Miguel A. Camino
De su libro “Chacayaleras”

jueves, 22 de julio de 2010

DESDE EL ÁRBOLROJO. ANA MARÍA MANCEDA




“ DESDE EL ARBOL ROJO”. ANA MARÍA MANCEDA
Cuento Selección de Honor por concurso. En antología “Cinco Sentidos” de CREADORES ARGENTINOS. Abril 2010.

La luz rojiza fluye a través de las cortinas transparentes, iluminando de manera intermitente las perfectas caras de variadas y exóticas muñecas dispuestas en el anaquel. Algo despertó a Helena, no tenía conciencia de la hora, el calor que irradiaba la calefacción hacia pesada la atmósfera. Aún media dormida captó la belleza que provocaba la luz en las imágenes de las muñecas. De pronto escuchó un llanto de persona adulta, sonaba único en el silencio nocturno de la ciudad. A los tropezones se fue acercando a la ventana, su grácil cuerpo de trece años recibía los flashes de la luz rojiza, como si en su andar un duende la fuera fotografiando.
Su cuarto queda en el primer piso de la casa paterna, desde esa posición se observa el inmenso cartel luminoso que se encuentra en el negocio de la acera de enfrente, dominando el paisaje urbano. La calle estaba mojada por la pertinaz lluvia invernal, pero lo que más le atrajo la atención fue el soberbio Arce que disimulaba su desnudez emitiendo la luz del cartel. Al bajar la vista vio a un hombre sentado a los pies del arce, las manos en la cabeza, llorando. Transmitía tanta soledad que la niña sintió deseos de bajar y poder consolarlo ¡ Imposible! Luego de un rato el desconocido se fue tambaleando. Helena ya no podía dormir, sintió vergüenza de ir hacia sus padres, prendió la luz y buscó un libro para entretenerse, miró el reloj, era casi la una de la mañana. Al fin decidió anotar en su cuaderno de “Memorias” lo sucedido, la había impactado el dolor del hombre y la belleza de las imágenes.
Desde esa noche, Helena encontró una necesidad misteriosa de esperar la oscuridad, ver el juego de luces que brillaban en las muñecas y la posibilidad que regresara el extraño al árbol rojo. Su joven mente fantaseaba con distintas historias en las que involucraba al desconocido. Hasta que una noche escuchó en la calle murmullos y quejidos, saltó de la cama y corrió hacia la ventana. Una pareja se besaba apasionada bajo el árbol, sus cuerpos fusionados se movían rítmicamente. En una de las contorsiones que los amantes ejecutaban, la niña pudo ver el rostro de la mujer, éste tenía una expresión que Helena jamás había visto en ninguna persona, sus ojos abiertos, claros, transmitían un éxtasis cercano al sufrimiento. Toda la escena parecía irreal, la soledad de la calle, el árbol desnudo y la pasión de la pareja delatada por los destellos rojos que jugaban entre las ramas invernales. Luego que se fueron, no pudo dormir, ni leer, ni escribir. Sentía sensaciones nuevas, sus manos recorrían el joven cuerpo sorprendido, la noche se le hizo interminable.
Los padres de Helena se sorprendieron ante sus cambios de actitud. Se la veía más determinante, sus posturas de niña mimada e hija única se diluían ante una mirada que transmitía ferocidad y rebeldía. Por las noches se iba tarde a acostar, se negaba a estar pendiente si la pareja volvía. Una noche volvió a acontecer lo del hombre llorando, pero lo más sorprendente aconteció un lunes. El cansancio luego de una jornada escolar intensa hizo que fuera más temprano a su cuarto. Luego de leer un rato apagó la luz y al mirar a las muñecas su sorpresa fue muy grande al ver que las mismas brillaban bajo una luz azulada. Se acercó a la ventana y descubrió que el cartel de propaganda ya no era el mismo, lo suplió otro, de distintas características que emitía una luz azul. Anunciando la primavera, el arce lucía sus ramas con brotes como si fueran millares de zafiros. A los pies del árbol yacía una joven tapada con una capa negra, en partes abierta, por la que sé entrevía un vestido de tules, como de bailarina. Buscó su cara, cuando la luz azul la mostró, reconoció a la amante desconocida, estaba desfigurada y con una expresión de terror. Helena se fue a acostar, esta escena la había impresionada de tal manera que sintió su niñez huyendo para siempre, se tapó la cabeza con la almohada y lloró.
Los días primaverales comenzaron a alegrar la vida, el invierno dejó su energía para que ésta se desplegara. Las noches eran tranquilas, solo rompía la armonía el aullido de las sirenas policiales y de las ambulancias. Una tarde, casi a la finalización de las clases, Helena volvía del colegio, los pájaros aturdían en el frondoso arce, unas vecinas pasaban con sus compras, conversando de manera alterada.- Ella lo mató -¿ Quién, la bailarina? - Sí, se querían mucho, pero él la celaba y parece que le pegaba, llegó a desfigurarla. Helena no quiso escuchar más, aparecieron en su mente imágenes dispersas, caras de sufrimiento, el tul de la mujer bajo la capa, su cara de terror. Aceleró el paso, no podía contener las lágrimas, sintió asco y rechazo hacia algo pegajoso que se adhería a su cuerpo adolescente. Sintió la necesidad de estar con sus padres y sentirse de nuevo pequeña, muy pequeña.***

Ver el blog de Ana María Manceda

jueves, 15 de julio de 2010

Un cuento de Anton Chejov

La tristezaLa capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.- ¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.- ¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.- ¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!- ¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.- ¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:- ¿Qué hay?Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:- Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...- ¿De veras?... ¿Y de qué murió?Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:- No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.- ¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!- ¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.- ¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.- ¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...- ¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...- ¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.- Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.- ¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.- ¡Palabra de honor!- ¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.- ¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!- ¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:- Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...- ¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.- Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.- ¿Oye, viejo, estás enfermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.- ¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!- Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.- ¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:- ¡Por fin, hemos llegado!Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.- ¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.- Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.- No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote. Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.- ¿Quieres beber? -le pregunta Yona.- Sí.- Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.Yona decide ir a ver a su caballo.Se viste y sale a la cuadra.El caballo, inmóvil, come heno.- ¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...Tras una corta pausa, Yona continúa:- Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
Anton Chejov

domingo, 11 de julio de 2010

Invernal poema de Miguel A. camino (Continuación)

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Cuentan tristes historias
de hombres perdidos,
allí en lo mas profundo
de las montañas;
de seres sepultados
bajo la nieve,
que perecieron
faltos de ayuda
y sin consuelo,
siendo al tiempo encontrados
por los paisanos,
los cuerpos aun intactos,
duros cual piedra,
y, ¡cruel ironía!
Cual si sonrieran.

De ahí la creencia
que a los pobrecitos
que mueren helados
en la Cordillera,
Dios les da el consuelo
de hermosas visiones.
Y acurrucaditos
se mueren riendo...

Afuera, los copos,
suave, suavemente,
cual si fueran hostias,
cual si fueran plumas,
continúan tejiendo
lenta, lentamente,
ese inmenso manto
de melancolía,
donde van muriendo
triste, tristemente,
los reflejos últimos
de la luz del dia.

viernes, 9 de julio de 2010

Día de la Independencia



9 de julio "dÍa de la independencia argentina"
El 9 de julio de 1816, el Congreso de Tucumán resolvió tratar la Declaración de la Independencia. Presidía la sesión el diputado por San Juan, Juan Francisco Narciso de Laprida. El secretario Juan José Paso leyó la propuesta : preguntó a los congresales "si querían que las Provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli". Los diputados aprobaron por aclamación y luego, uno a uno espresaron su voto afirmativo. Acto seguido, firmaron el Acta de la Independencia .


Dos estrofas de nuestro Himno Nacional

Autor: vicente López y Planes

La victoria al guerrero argentino

con sus alas brillantes cubrió,

y azorado a su vista el tirano

con infamia a la fuga se dio.

Sus banderas, sus armas se rinden

por trofeos a la libertad,

y sobre alas de gloria alza el pueblo

trono digno a su gran majestad.


Desde un polo hasta el otro resuena

de la fama el sonoro clarín,

y de América el nombre enseñado

les repite: "¡Mortales, oíd!:

ya su trono dignísimo abrieron

las Provincias Unidas del Sud".

Y los libres del mundo responden:

"Al gran pueblo argentino, ¡salud!


Fiesta Patria Poesía de Miguel A. camino, dedicada a Lorenzo Amaya


del libro "Chacayaleras" (1921)


Unas cuantas bombas

de molesto estruendo.

Alborotadores

ladridos de perros.

Flameo modesto

de viejas banderas,

unidas al hilo

de los gallardetes.

Y muchos pisanos

en briosos fletes.



En las enramadas:

sones de guitarra,

fuertes carcajadas,

y cantos chilenos

llorando desdichas.

Asados con cuero,

la mar de empanadas

y ríos de chicha.

En frente a la plaza:

jugadas de taba,

pollas y carreras,

la eterna sortija.



De noche otras bombas

y nuevos ladridos,

fuegos de artificio

lánguidos, sin brillo.



Luego...En el silencio,

ecos de candombe;

zapateo de cuecas,

tapando el gemido

de los acordeones;

el canto del grillo

y la borrachera

de los pobres indios...


viernes, 2 de julio de 2010

Haikus por Teresa Cifuentes







La madrugada

Pi, pi, tri, tri, bicho feo

¡ Qué buen insomnio !





Para desobar

Van contra la corriente

Los peces vivos.






Necio el topo

ciego debía andar

Nada que mirar.






Càlido diciembre

San Martin de los Andes

Retamas en flor.