jueves, 15 de junio de 2017

UN CUENTO DE ANA MARÍA MANCEDA


EL ECLIPSE Y LOS VIENTOS. Ana María Manceda ( 1º Premio Internacional certamen “Huellas contemporáneas” CENTRO ESCRITORES NACIONALES. CÓRDOBA 2013)





     
     


  ¿Qué piensa Félix mientras observa la interminable pradera? Los sembradíos se doblan con la brisa y juegan a hacer olas en el inmenso y verde océano pampeano. El traqueteo del tren y su silbido por ahí lo molestan, es que él tiene una música interior, siempre la lleva consigo y ese ruido rompe la armonía.
           Félix se crió en un conventillo de Buenos Aires, de esos con patio en el centro, habitaciones alrededor, escalera, pasillos circulares y más habitaciones habitadas por distintas familias de inmigrantes.  Algunas flores en macetas de tres patas, una madreselva contra el muro del edificio vecino, voces extrañas, mezcladas, resultando un español espasmódico y nostálgico de mares. Pero los inundaba la realidad, el olor del río, su humedad, el resplandor rojizo de los atardeceres pampeanos y en el cielo nocturno la  constelación de la Cruz  del Sur indicando el hemisferio que los cobijaba.  Al lado de su pieza vivía un viejo violinista emigrado de algún país centroeuropeo, escapado de los  progroms. Cuando el músico volvía de su trabajo, luego de un leve descanso y frugal merienda ejecutaba con su violín  Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, sin importarle que la melodía se mezclara con la de los tangos y milongas que en el  patio escuchaban los otros inmigrantes. Todo confluía a hacer más cálida la confusión general. Y así por años. Félix había incorporado desde niño  las Cuatro estaciones a su cerebro y el ritual de observar los encuentros de los vecinos en el lugar común. Era único hijo de un obrero textil y una madre laboriosa que ayudaba a la economía familiar, haciendo algunos planchados para personas importantes del vecindario. Se crió a su manera feliz, solo una pequeña sombra acechaba su inteligencia, muy pequeña. Leía y releía un libro de Alejandro  Dumas que su padre había encontrado en el asiento del tren  “El Conde de Montecristo”. Estas lecturas, la escuela primaria aprobada con esfuerzo y el ritual de los vecinos,  fueron las raíces de su infancia. Llegando a la juventud ya tenía un porte agradable y sereno, eso sí, tenía una idea fija, él era un señorito. Según su fantasía el destino le había jugado una mala pasada al hacerlo vivir en ese vecindario pobre pero de alguna manera se haría justicia con él. En la adolescencia sintió profundamente la muerte del viejo músico, fue su primera pérdida real. Pasado los años ahí andaba, ya más maduro, deambulando por la zona, con su fino traje oscuro a rayas, planchado y re-planchado por su madre, camisa blanca,  pelo a la gomina, dejando a su paso una estela perfumada con colonia Atkinsons. Para los vecinos era una figura querida de esa geografía porteña.
          Los comerciantes y clientes de la tintorería, la verdulería y  la carnicería, al verlo pasar lo llamaban para conversar, les divertía su florido lenguaje y  entre comentarios suspicaces  querían lograr alguna confesión de sus amoríos en el burdel del barrio, pero no, solo escuchaban las anécdotas cotidianas  adornadas con algún sello de jerarquía que le atribuía a su persona. ¡Era bueno Félix! ¡Era divertido Félix! Pero algo le fallaba de golpe en su cerebro, venía bien, considerando bien  su acostumbrada verborragia y ¡Zas! Por ahí les salía con una frase o una palabra que los descolocaba. En la brillantez y entusiasmo de su charla, una sombra, como un eclipse repentino, desviaba la coherencia adornada para vagabundear por caminos incomprensibles.  Una tarde de lluvia, de esas que en Buenos Aires parece que el cielo de nubes violetas se desploma sobre la ciudad, Félix se cayó, quiso cruzar por un tablón puesto entre la calle y la vereda, ya que el agua corría como arroyo por la orilla del cordón cuneta.  Los vecinos  acudieron a su socorro  llevándolo de los brazos hacia el calor de la tintorería, allí lo secaron.   ─¡Pobre  Don  Félix! ¿Le duele algo? 
Ya repuesto, tomando un café caliente y en pose de conferencia responde.« No, no gracias, me duele un poco este brazo».
─ ¿Y como fue el accidente Don Félix?« No sé, venía caminando presuroso,  la cabeza gacha debido a la lluvia, subí por el  puentecillo de madera, perdí la equitatura, caí en el pozo y salí ileso».
 Risas generales, no entendían nada ¡Y lo de ileso! El pobre tenía un ojo morado, el brazo dolorido y la rodilla sangrante.
          Mientras  ocurrían  estas vidas en el barrio, también en el país se desarrollaban acontecimientos los cuales no eran nada buenos. En la última etapa del gobierno peronista, el enfrentamiento  entre los oficialistas y los opositores se hacía más violento, esto creó un clima ideal para que las Fuerzas Armadas quisieran provocar un “Golpe de Estado”, situación nada extraordinaria en la historia argentina y en junio de mil novecientos cincuenta y cinco trataron de derrotar al  líder lanzando  toneladas de bombas desde aviones de la Marina de Guerra contra la Casa Rosada y  Plaza de Mayo, con el triste resultado de trescientos muerto y cientos de heridos. El presidente no se encontraba  en su despacho, el golpe fracasó  pero destruyó a varias familias  con la muerte de sus seres queridos que en esos momentos cruzaban la zona sin sospechar la tragedia.
Entre esos muertos estaba el padre de Félix. Como a  Edmond Dantés, el héroe del Conde de Montecristo, el pobre hombre sintió que su vida fue azotada por un vendaval, la tragedia le arrebataba su  armónica existencia. Recorría el vecindario con  aspecto impecable pero su cuerpo delataba el agobio, eso sí, describía la familiar desgracia a cuanto vecino se le ocurriera preguntarle o insinuara solo  una curiosidad en su mirada, entonces su palabrerío parecía confundirse con cada microscópica gota de humedad para intercalarse en  todos los resquicios de ese mundo. Al año, su madre murió de tristeza y Félix quedó solo. Sus vecinos se preocupan por él, lo invitan a comer y en los momentos en que su verborragia se ahogaba en el silencio, ellos le contaban anécdotas y las vicisitudes políticas del país. Ya los militares habían podido realizar  “El Golpe de Estado”, cíclica pesadilla en la historia del siglo XX  de un país humillado.  Cuando escuchaba las historias sentía una enorme tristeza pensando en la muerte inocente de su padre, lo que sí lo entusiasmaba y hacía brillar su expresión era la anécdota sobre un músico que vivía en la Patagonia, en un valle de ensueño, que sacaba  todas las tardes de verano al parque, su piano , para ejecutar las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Eso lo obsesionó, imaginaba las notas acariciando los bosques y las montañas y pedía de manera recurrente que le contaran la historia del músico. Un día les dijo a sus vecinos « No sé como hacer, pero me quiero ir de aquí, ya no es mi lugar, quiero vivir cerca del músico en ese pueblo de cuento». Insistía en su deseo pero no sabía como realizarlo. Si en algún momento pensó que el mejor camino era morirse, el deseo de escuchar su música preferida le dio esperanzas, él músico  patagónico era en su imaginación el  abate Faria, quién salvó la vida de Dantés al escuchar éste el sonido que el prisionero hacía para cavar y así poder escapar. Los vecinos se reunieron y tomaron una decisión, lo querían mucho, lo habían visto crecer, llegar a la madurez, sabían que a pesar de su ligera tara era un hombre bueno y comenzaron con los preparativos de arreglarle el viaje. El tintorero le regaló toda la ropa que los dueños habían abandonado, entre ellas un hermoso gamulán con piel en el cuello,  le compraron otras necesarias, su  indispensable colonia, algunos medicamentos, una valija, algo para comer y unos pesos para que pudiera sobrevivir hasta que encontrara un trabajo, cosa que le insistían en sus charlas, dándole consejos hasta el hartazgo, como queriendo sembrar en su mente dispersa, una semilla que él ignoraba que existía. Por supuesto le dieron el pasaje y todas las instrucciones, escritas en un cuaderno, para llegar a esas lejanas tierras donde el músico tocaba su melodía favorita.
           Y llegó el día, luego de meses de preparación Félix partía. Fueron a despedirlo el tintorero, el carnicero y el verdulero, felices de haber hecho una obra de bien con el pobre hombre desolado  que en su niñez y juventud les había brindado momentos tan divertidos. La estación lo deslumbró ¡Tanta gente para viajar, otros que arribaban!  De pronto, a pocos metros de ellos se armó un gran revuelo, un grupo de hombres bien vestidos aplaudían a otro que subía a un vagón posterior al de Félix. Como en un ensueño sintió que él era tan importante personaje ¡Adiós señor Interventor! ¡Éxito en su gobierno! ¡Adiós!  Los amigos de Félix murmuraban, otro acomodado de los milicos que va a gobernar algún pueblo del Territorio Nacional. Por fin subió y acomodó sus valijas, se asomó a la ventanilla, sus dos brazos en alto, se despedía de tan buena gente, éstos sacaron sus pañuelos y gritaban el adiós. Cuando el tren arrancó y las manos de Félix saludaban e iban desapareciendo, los vecinos sintieron el vacío, con los ojos húmedos de tristeza tenían la convicción que nunca más lo verían.
          El paisaje va cambiando al caer la noche, los campos son áridos y comienza a soplar un fuerte viento. En el horizonte la luna llena comienza a aparecer y ocupa con su inmensidad y brillo todos los pensamientos del hombre, siente frío, se acurruca tapado por el hermoso abrigo y mira. No sabe de pasado ni de futuro, solo obsesiones, él es un hombre importante, va en busca de la música que lo deleita. Sin saber por qué siente una profunda tristeza, un páramo en el alma. Es de noche, la luna se está cubriendo por una sombra amenazante, el polvo de tierra levantado por el viento dificulta la visión de algunas mesetas que  parecen fantasmas planos en la lejanía.
           A la madrugada el tren para, se arma un alboroto en  la pequeña estación, los pasajeros se despiertan y espían por las ventanillas ¿Qué sucede?  Aún es de noche, bajan a un hombre en una camilla, lo tapan con una manta, el frío es atroz. ¡Pero si es el Interventor de los milicos! Descubre un pasajero. Luego se enteran, sufrió un ataque cardíaco ¡ Má que pobre tipo!   Si era un acomodado de los golpistas. Amanece muy tarde, a de las nueve de la mañana ya van veinticuatro horas de viaje, a eso de las tres de la tarde arribarán a la última estación. En el trayecto han ido bajando muchos pasajeros en  esos pequeños pueblos perdidos de la Patagonia. Quedan pocos para bajar en la estación final, entre ellos está Félix.
          ¡Por fin! El silbido del tren ensordece, el vapor quiere congelarse en la atmósfera otoñal. Llegan a destino. Don Félix ya preparado, con su valija, bolso, puesto el elegante abrigo, recién peinado y perfumado con su colonia Atkinsons comienza a descender. Su figura se ve imponente, su pelo entrecano brilla y su mirada, ligera, perdida, observa al grupo de gente que está en el andén. Estallan el clarinete y los timbales en una marcha militar a modo de bienvenida. Aplausos.      
  ─ ¡Bienvenido señor Interventor!  ¡Bienvenido!
 Se ve arrastrado por la muchedumbre hacia un antiguo coche, lo suben. Se sienta atrás acompañado por dos vecinos solícitos, se presentan como el gerente de la sucursal bancaria y el presidente de una sociedad de beneficencia, maneja el comisario, a su lado el cura del pueblo.
─ Tome, sírvase un café caliente, hace tanto frío a pesar de estar en otoño y tenemos tres horas de viaje.
 El gerente guarda el termo de café en una caja y saca una botella de coñac y copas.
─ Brindemos por el señor Interventor ¡Salud! ¡¿Y cómo andan las cosas por la Capital?
 «Muy bien, muy bien» Contesta Félix aturdido.
En el trayecto se ve zonas de mallines donde pasta el ganado, algunos pájaros viajan acomodados en los lomos de los animales, los cerros tapizados de bosques y el sol adornando el paisaje de picos congelados. Colorido, belleza. A las dos horas de viaje la comitiva comienza a sentir el cansancio, ese traqueteo del coche por las rutas de ripio, con tramos desparejos y peligrosos, además ¡Hablaron tanto! Los problemas del pueblo, de sus ochocientos habitantes, de la falta de comunicaciones, la radio que se escucha es chilena, sin teléfono, de la calefacción a leña, que las nevadas  pronto los dejará aislados.
─ Usted va a vivir en una casa antigua pero sólida señor Interventor.
«Por favor, llámenme Don Félix, con eso es suficiente»
─ ¡ Ah Don Félix!  ¡Qué tipo sencillo!
 A poco de llegar al pueblo pasan por un sendero cercano a la casa del  músico, éste estaba tocando el piano en el parque, muy abrigado, poseído por la ejecución de su melodía. El señor interventor hace parar el coche_ ¡Ah quiere escuchar a Don Faria! Ya el loco va a tener que tocar adentro de la casa, no aguantará el frío.
Félix está conmocionado, baja del coche y queda estático, siente correr lágrimas por su cara ¡Las Cuatro Estaciones de Vivaldi resonando entre el valle y los cerros! Su búsqueda había terminado! Él sabía que sería un hombre importante, el Conde de Montecristo comenzaba su venganza. Luego de un rato ordenó que sigan el viaje. Los acompañantes creyeron que su emoción era en realidad producto del frío del atardecer. Él, como un señor, que lo era, exultante, apabulló a la comitiva con su verborragia porteña, contando anécdotas reales e imaginarias. Se le mezclaban los tiempos y las geografías, pero acomodaba, enlazaba con alguna palabra los entuertos de su palabrerío. Lo escuchaban extasiados, este sí era un hombre de mundo. Había una pequeña incertidumbre que le preocupaba a Félix ¿Tendría burdel este pueblo? Llegaron. Al entrar a la casa le abrió la puerta una mujer con aspecto indígena, cara bondadosa y trato amable, ella sería quién lo atendería. Se volvió a los señores, agradeció la bienvenida y entró solemne a lo que creyó era un palacio. No sentía temor, él era el Interventor y para cualquier duda acudiría a su libro ¡Ahí estarían todas las repuestas!

jueves, 8 de junio de 2017

UN POEMA DE BEATRIZ BEVAGNA

EL ALMA MIA




Yo pongo el alma mía donde quiero.
Donde los pájaros que anidan en las nubes,
O en los bosques fecundos de los cerros.
Donde el sol bendice los sembrados,
O los devasta y condena con sus rayos.
Allí pongo mi alma,
Donde quiero.
Donde rompen las olas
y se estremece el suelo.
Donde el volcán salvaje,
estalla con lava y estruendo.
Allí pongo mi alma,
Donde quiero.
No trates de atraparla amado mío.
Porque mi alma es libre.
Sino, muero.
Libre como el rayo y como el trueno.
Y es también la lluvia que moja los inviernos.
Libre como nieve inmaculada que,
Sorprende a la noche en su silencio.
Y viste al bosque dormido con su magia.
Allí pongo mi alma,
Donde quiero.
Y no trates de aquietarla amado mío.
Porque mi alma es libre.


Como el viento.
Y es la tormenta de arena en el desierto.
Libre como los ríos y cascadas,
Que se vierten besando la montaña.
Soy el agua helada que corre y se derrama
Cortejando al lago insondable, de esmeralda.
Esa soy yo,
Y esa es mi alma.
Nunca jamás la detengas amor mío.
Aunque se muestre mansa como estanque.
Porque es indomable...Temeraria como fuego.
Ya no me preguntes más por qué me alejo.
O en qué rincón fugaz desaparezco.
Sí.Huyo con mi alma y con mis sueños.
Porque la vida y la espuma,
Duran solo un momento.
Y es que yo busco el infinito ¿sabes?
Porque quiero estar con Dios.
O en los infiernos.