domingo, 29 de abril de 2012

Un cuento de Ray Bradbury


Tiempo de Partir
                                                                     Fragmento final





-Noche, las nueve, las nueve y cuarto, las estrellas brillantes, la luna redonda, las luces rosadas de las ventanas, los cometas de fuego en las chimeneas que suspiran calor. Bajo las chimeneas, ruido de marmitas y sartenes y cubiertos, fuego en el hogar, como un enorme gato de color anaranjado. En la cocina, el horno de hierro llameante, ollas que hierven, burbujean, fríen, vapores y humos en el aire. De vez en cuando, la anciana se volvía y escuchaba con los ojos y la boca, el mundo fuera de casa, fuera del fuego y la comida.
Las nueve y media, allá lejos un ruido sólido, entrecortado.
La anciana se enderezó y dejó la cuchara.
Afuera, otra vez, los golpes secos, sólidos a la luz de la luna. El ruido continuó durante tres o cuatro minutos, y la vieja se movió apenas, apretando los labios o los puños con cada golpe. Luego, la mujer se lanzó al fogón, a la mesa, revolviendo, vertiendo, levantando, llevando, ordenando.
En seguida se oyeron otros ruidos en la oscuridad, más allá de las ventanas. Un rumor de pasos lentos en el sendero, zapatos pesados en el porche.
La vieja se acercó a la puerta y esperó el llamado.
No se oyó nada.
La vieja esperó un minuto. Afuera en el porche un bulto se sacudía y se movía de un lado al otro, tímidamente.
Al fin la vieja suspiró y le gritó a la puerta.
-Will, ¿eres tú quien respira ahí?
Ninguna respuesta. Un silencio tímido en el porche. La mujer abrió bruscamente la puerta.
El viejo estaba allí, con un increíble haz de leña en los brazos. La voz llegó desde detrás de la leña:
-Vi humo en la chimenea; pensé que quizá necesitarías leña.
La vieja se hizo a un lado. El viejo entró y puso la leña junto al hogar, sin mirar a su mujer.
La vieja fue al porche y recogió la valija y entró y cerró la puerta.
Vio que él se había sentado a la mesa.
Revolvió la sopa que hervía en la cocina.
-¿El asado está en el horno?- preguntó el viejo serenamente.
La mujer abrió la puerta del horno. El vapor flotó en el cuarto envolviendo al viejo. El viejo cerró los ojos.
-¿Qué es ese otro olor?- preguntó un momento después. - ¿El olor a quemado?
La mujer esperó un momento, de espaldas, y dijo:
-National Geographics.
El viejo asintió lentamente, sin decir nada.
Luego la comida apareció sobre la mesa, caliente y trémula. Luego de un momento de silencio la vieja se sentó y miró a su marido, sacudió la cabeza, miró otra vez, y sacudió de nuevo la cabeza.
-¿Quieres pedir tú la bendición?- dijo.
-Tú- dijo el viejo.
Sentados en la habitación cálida junto al fuego brillante, inclinaron las cabezas y cerraron los ojos. La mujer sonrió y comenzó:
-Gracias, Señor...
...................................................................................Autor: Ray Bradbury

viernes, 27 de abril de 2012

Ray Bradbury

Tiempo de Partir
                                                                



                                                                      Tercera parte
-Bueno- dijo el viejo, y se detuvo. – Bueno, están también los anchos caminos.


-Donde te aplastarán, claro; me había olvidado.

-¡No, no!- El viejo cerró los ojos y los abrió. – los desiertos caminos laterales que no van a ninguna parte, que van a todas partes, por los bosques nocturnos, los desiertos, hacia lagos distantes...

-Me imagino que no alquilarás una canoa y te irás remando. ¿Recuerdas aquella vez que zozobraste y por poco te ahogas en el Muelle de los Bomberos?

-¿Quién habló de canoas?

-¡Tú! Los isleños, los paganos que parten en canoas hacia la inmensidad de lo desconocido.

-Eso es en los Mares del Sur. Aquí el hombre tiene que buscar a pie sus fuentes naturales, su fin natural. Podría caminar por la costa del lago Michigan, las dunas, el viento, las grandes rompientes.

-Willie, Willie- dijo la vieja dulcemente, sacudiendo la cabeza. – Oh, Willie, ¿Qué haré sin ti?

El viejo bajó la voz.

-Déjame seguir mi idea- dijo.

-Sí. – dijo la vieja serenamente. – Sí.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

-Vamos, vamos- dijo el viejo.

-Oh, Willie...- la vieja lo miró largamente. - ¿Crees, de veras, de todo corazón, que no vivirás?

El viejo se vio reflejado, diminuto, pero perfecto, en los ojos de la mujer, y apartó la mirada, turbado.

-Durante toda la noche pensé en la marea universal que trae y se lleva al hombre. Ahora es de mañana y te digo adiós.

-¿Adiós?

Parecía que la vieja no hubiese oído nunca esa palabra.

La voz del viejo vaciló.

-Claro que si insistes, Mildred, me quedaré.

-¡No!- la mujer se dominó y se sonó la nariz. - ¡Tú sientes lo que sientes y yo no puedo impedírtelo!

-¿Estás segura?

-El que está seguro eres tú, Willie- dijo ella. – Vete ahora. Llévate el abrigo. Las noches son frías.

-Pero...

La mujer corrió, le trajo el abrigo, le dio un beso en la mejilla y retrocedió rápidamente antes que él pudiera alcanzarla.

El viejo se quedó allí, buscando palabras, mirando de soslayo el sillón junto al fuego. La mujer abrió la puerta de calle.

-¿Llevas comida?

-No la necesito...- el viejo hizo una pausa. – Llevo un sándwich de jamón cocido en la valija. Uno, nada más. Pienso que no...

El viejo salió por la puerta y bajó las escaleras y tomó el sendero del bosque. De pronto se dio vuelta como para decir algo, pero cambió de idea, agitó la mano y se alejó.

-Bueno, Will- gritó la mujer. - No exageres. No camines demasiado la primera hora. Si te cansas, siéntate. Si tienes hambre, come. Y...

Pero aquí tuvo que interrumpirse y volverse y sacar el pañuelo.

Un momento después miró el sendero, y parecía que nadie hubiese pasado por allí en los últimos diez mil años. Tan desierto estaba que tuvo que entrar y cerrar la puerta.
.....................................................................Continúa....................

martes, 24 de abril de 2012

Un cuento de Ray Bradbury

Tiempo de Partir



..........................................................Fragmento, segunda parte.....................

-Escucha, Mildred – dijo el viejo severamente, tomando la maleta -. Mi mente señala el norte; nada cuanto digas podrá volverme hacia el sur. Estoy en comunión con los manantiales secretos e infinitos del alma primitiva.


-¡Estás en comunión con lo último que lees en esa revistita de trotadores de pantanos! – La vieja apuntó con el dedo.- ¿Crees que no tengo memoria?

Los hombros del viejo cedieron.

-No pasemos lista otra vez, por favor.

-¿Qué me dices del episodio del mamut velludo? – preguntó la mujer -. Cuando descubrieron el elefante helado en la tundra rusa, hace treinta años. Qué idea tuvieron, tú y Sam Hartz, ese viejo loco: correr a Siberia y acaparar el mercado mundial de carne envasada de mamut. Te oigo aún: “Imagina los precios que pagarán los miembros de la National Geographic Society. ¡Recibir en la casa de uno la carne tierna del mamut velludo siberiano, de diez mil años de edad, extinguido hace diez mil años!” Aún llevo encima las cicatrices.

-Las veo claramente - dijo el viejo.

-¿Y cuándo fuiste a buscar la tribu perdida de los osseos, o lo que fuese, en algún sitio de Wisconsin? Te ibas al pueblo los sábados por la noche y te emborrachabas, y al fin te caíste en la cantera y te rompiste la pierna y pasaste allí tres noches.

-Tu memoria – dijo el viejo – es perfecta.

-Y ahora me hablas de nativos paganos y del Tiempo de Partir. Te diré qué tiempo es: ¡Es tiempo de Quedarse en Casa! Es tiempo en que la fruta no cae del árbol a la mano. Hay que ir caminando a buscarla a la frutería. ¿Y por qué hay que ir caminando? Alguien en esta casa, no lo nombraré, desarmó el automóvil, como si fuese un reloj, hace algunos años y lo desparramó en el jardín. Otros diez años y sólo quedará un montoncito de herrumbre. ¡Mira por la ventana! Es tiempo de rastrillar y quemar las hojas. Tiempo de podar y de serruchar la leña. Tiempo de limpiar las estufas y poner las persianas. Tiempo de reparar las tejas. Tiempo de todo eso, y si crees que te vas para evitarlo piénsalo mejor.

El viejo se llevó la mano al pecho.

-Me duele que no confíes en mi propia sensibilidad natural ante el destino inminente.

-A mí me duele que National Geographic caiga en manos de viejos locos. Lo lees y enseguida caes en esos sueños que tengo que barrer. A los editores de la Geographic y de la Popular Mechanics habría que traerlos a la bohardilla, el garaje y el sótano para que vieran ahí esos botes, helicópteros y máquinas volantes de alas de murciélago, todo sin terminar. No sólo para que los vieran, sino también para que se los llevaran a sus casas.

-Habla, habla- dijo el viejo. – Aquí estoy, como una piedra blanca que se hunde en la Marea del Olvido. Por Dios, mujer, ¿no puedo alejarme para morir en paz?

-Ya te llegará el Olvido cuando te encuentren caído en la leñera , frío como el mármol.

-¡Pilatos!- bufó el viejo. – El reconocimiento de la propia finitud no es sólo vanidad.

-Tú la mascas como si fuese tabaco.

-¡Basta!- dijo el viejo. – Mis bienes terrenales están apilados en el porche del fondo. Dáselos al Ejército de Salvación.

-¿Las Geographic también?

-¡Sí, maldición, las Geographic también! Y ahora, apártate.

-Si vas a morir no necesitarás esa valija- dijo ella.

-¡Quita esas manos, mujer! Quizá demore algunas horas. ¿Por qué privarme de los últimos consuelos del mundo? Esta tendría que ser una tierna escena de despedida. Mira en cambio: recriminaciones, sarcasmos, dudas sembradas a todos los vientos.

-Muy bien- dijo la vieja. Vete al bosque y pasa ahí una noche de frío.

-No tengo porqué ir al bosque.

-¿Y a qué otro lugar puede ir a morir un hombre en Illinois?
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(Continuará en próxima ntrada)

lunes, 23 de abril de 2012

Un cuento de Ray Bradbury


Tiempo de Partir
Primera parte





El pensamiento creció tres días y tres noches. Durante el día lo llevaba en la cabeza como un durazno todavía verde. De noche le permitía tomar carne y sustancia, suspendido en el aire callado, coloreado por la luna del campo y las estrellas del campo, y le daba vueltas y vueltas en el silencio que precede al alba. En la cuarta mañana el hombre extendió una mano invisible, tomó el durazno, y se lo comió.

Se levantó rápidamente, quemó las cartas viejas, metió unas pocas en una diminuta valija, y se puso el traje de medianoche y una corbata de color pluma brillante de cuervo, como si estuviese de luto. Sintió que su mujer, en la puerta, detrás, lo observaba con los ojos de un crítico que puede saltar al escenario, en cualquier momento, e interrumpir la función. Pasó junto a ella, rozándola.

-Perdón- murmuró.

-¡Perdón! -gritó la mujer. - ¿Y eso es todo lo que me dices? ¿Escabulléndote, preparando un viaje?

-Yo no lo preparé; ocurrió- dijo el hombre. – Hace tres días tuve la premonición. Supe que iba a morir.

-No digas tonterías- dijo la mujer. – Me pones nerviosa.

Los ojos del hombre reflejaban débilmente el horizonte.

Siento que la sangre me corre más despacio. Me escucho los huesos y es como si estuviese en una boardilla oyendo como crujen las vigas, y se deposita el polvo.

-Tienes apenas setenta y cinco años- dijo la mujer. – Estás de pie sobre tus piernas, ves, oyes, comes y duermes bien, ¿no es verdad? ¿Qué charla es esta?

-La lengua natural de la existencia, hablándome- dijo el viejo. – La civilización nos ha apartado de nuestra propia naturaleza. Piensa en los paganos de las islas...

-¡No se me antoja!

-Los paganos de las islas sienten cuando van a morir. Se despiden entonces de los amigos y abandonan los bienes terrenales...

-¿Y las mujeres, no tienen voz ni voto?

-Dejan a sus mujeres algunos bienes terrenales.

-No faltaba más.

-Y otros a sus amigos...

-¡Eso lo veremos!

-Y otros a sus amigos. Luego, al atardecer, se van remando en sus canoas, y nunca regresan.

La mujer lo miró de arriba abajo como si el viejo fuese una pila de leña seca lista para el hacha.

-¡Deserción!- dijo.

-No, no, Mildred; muerte, pura y simplemente. Tiempo de Partir, así lo llaman.

-¿Y nadie tomó nunca otra canoa y siguió a esos imbéciles, para saber adónde iban?

-Por supuesto que no- dijo el viejo, ligeramente irritado. – Eso lo echaría todo a perder.

-¿Quieres decir que tenían mujeres y amigas bonitas en otra isla?

-No, no, pero el hombre necesita soledad, serenidad, cuando la savia empieza a enfriársele.

-Si pudieses probarme que esos tontos murieron realmente me callaría.- La mujer guiñó un ojo.- ¿Encontraron alguna vez los huesos en esas islas?

-Sólo sé que zarpan, simplemente, al atardecer, como animales que presienten el Gran Momento. Si hay algo más, no lo sé ni me importa.

-Bueno, yo lo sé y me importa – dijo la anciana -. Estuviste leyendo más artículos en National Geographic acerca del Osario de Elefantes.

-¡Cementerio, no osario! – gritó el viejo.

-Cementerio, osario. Creí que había quemado las revistas; ¿tienes ejemplares escondidos?
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El presente cuento de Ruy Bradbury me ha sido recomendado por un amigo, además de leerlo me pareció importante compartirlo con los amigos del blog.

sábado, 21 de abril de 2012

ANATOLE FRANCE

"EL CRISTO DEL OCÉANO"
                                                                     

                                                        Escena de la película homónima.

Pierre era un chico retrasado, y como no tenía suficiente inteligencia para ganarse la vida, le daban pan por caridad; era apreciado por todos porque no hacía daño a nadie. Pero tenía una conversación sin mucha lógica, que nadie escuchaba. Sin embargo, el padre Truphème, que no dejaba de meditar en el misterio del Cristo del océano, se impresionó por lo que el pobre insensato acababa de decir. Fue con el pertiguero y dos fabriqueros al lugar en el que el chico decía haber visto una cruz y encontró dos planchas con clavos, que el mar había golpeado de acá para allá mucho tiempo y que verdaderamente, formaban una cruz.



Eran restos de un antiguo naufragio. Se veían aún sobre una de aquellas planchas dos letras pintadas en negro, una J y una L, y nadie podía dudar de que no fuera un trozo de la barca de Jean Lenoël, que cinco años antes había perecido en el mar, junto a su hijo Désiré. Al ver las planchas el pertiguero y los fabriqueros comenzaron a reírse del inocente que tomaba los tablones rotos de un barco por la cruz de Jesucristo. Pero el párroco interrumpió sus burlas. Había meditado mucho, había orado mucho desde que el Cristo del océano había llegado junto a los pescadores, y empezaba a comprender el misterio de la caridad infinita. Se arrodilló sobre la arena de la playa, recitó la oración por los fieles difuntos, y luego ordenó al pertiguero y a los fabriqueros que llevaran sobre sus hombros aquel despojo y lo depositaran en la iglesia. Cuando estuvo hecho, levantó el Cristo de encima del altar, lo colocó sobre los tablones de la barca e incluso él mismo lo clavó en ellos, con los clavos que el mar había corroído.



Por orden suya, aquella cruz ocupó a partir del día siguiente el lugar que ocupaba la cruz de oro y pedrerías, por encima del poyo. El Cristo del océano no se desclavó nunca más. Quiso permanecer sobre aquella madera en la que unos hombres habían muerto invocando su nombre y el de su Madre. Y allí, entreabriendo su boca augusta y dolorosa, parece decir: «Mi cruz está hecha de todos los sufrimientos de los hombres, pues yo soy realmente el Dios de los pobres y de los desdichados».

FIN

lunes, 16 de abril de 2012

"El Cristo del Océano"

Un cuento de Anatole France.
                                                                    Segunda Parte

Y, tras haber hecho que colocaran al Cristo en la iglesia, sobre el mantel del altar mayor, el párroco Truphème se marchó para encargarle al carpintero Lemerre una bella cruz en madera de roble. Cuando estuvo hecha, clavaron en ella al buen Dios con clavos nuevos y la irguieron en la nave, por encima del poyo de mampostería. Fue entonces cuando vieron que sus ojos estaban llenos de misericordia y como húmedos de una piedad celestial. Uno de los mayordomos de la parroquia, que asistía a la colocación del crucifijo, creyó ver que las lágrimas corrían por el divino rostro. A la mañana siguiente, cuando el señor párroco entró en la iglesia con el monaguillo para celebrar misa, se sorprendió mucho al ver la cruz vacía encima del poyo y el Cristo tendido sobre el altar. Tan pronto como terminó la celebración del santo sacrificio, mandó llamar al carpintero y le preguntó por qué había desclavado el Cristo de su cruz. Pero el carpintero respondió que él no lo había tocado en absoluto; y, después de haber interrogado al pertiguero y a los fabriqueros, el párroco Truphème se aseguró de que nadie había entrado en la iglesia desde el momento en el que el buen Dios había sido colocado por encima del poyo.




Tuvo entonces la sensación de que aquellas cosas eran milagrosas y las meditó prudentemente. El domingo siguiente, habló de ello a los fieles de la parroquia y les invitó a contribuir con sus donaciones para erigir una nueva cruz más bella que la primera y más digna de llevar a Aquel que redimió al mundo. Los humildes pescadores de Saint-Valery dieron tanto dinero como pudieron, y las viudas ofrecieron sus alianzas. Por lo que el párroco pudo ir de inmediato a Abbeville para encargar una cruz de madera negra, muy brillante, coronada por un letrero con la inscripción «I.N.R.I» en letras doradas. Dos meses más tarde, la colocaron en el lugar de la primera y clavaron en ella el Cristo entre la lanza y la esponja. Pero Jesús la abandonó como a la otra, y durante la noche fue a tenderse sobre el altar.



Cuando, a la mañana siguiente, el señor párroco la encontró allí, cayó de rodillas y oró durante mucho rato. El rumor de aquel milagro se difundió por todos los alrededores, y las señoras de Amiens hicieron colectas para el Cristo de Saint-Valery. Y el padre Truphème recibió de París dinero y joyas, y la esposa del ministro de Marina, la señora Hyde de Neuville, le envió un corazón de diamantes. Disponiendo de todas aquellas riquezas, un orfebre de la calle Saint-Sulpice hizo, en dos años, una cruz de oro y pedrerías que fue inaugurada con gran solemnidad en la iglesia de Saint-Valery, el segundo domingo después de Pascua del año 18... Pero Aquel que no había rechazado la cruz dolorosa, se escapó de esta cruz tan rica y fue a tenderse de nuevo sobre el lino blanco del altar. Por temor a ofenderlo, esta vez lo dejaron allí, y allí descansaba desde hacía más de dos años, cuando Pierre, el hijo de Pierre Caillou, fue a decirle al párroco Truphème que había encontrado en la playa la auténtica cruz de Nuestro Señor.
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domingo, 15 de abril de 2012

"El Cristo del océano"

Un cuento de Anatole France

                                                              Primera parte


Aquel año, muchos de los habitantes de Saint-Valery que habían salido a pescar, murieron ahogados en el mar. Se hallaron sus cuerpos arrojados por las olas a la playa junto a los despojos de sus barcas y, durante nueve días, por la ruta empinada que conduce a la iglesia, se vieron pasar los ataúdes transportados por los suyos y seguidos por las viudas llorosas, cubiertas con manto negro, como las mujeres de la Biblia. El patrón Jean Lenoël y su hijo Désiré fueron así colocados en la nave central, bajo la bóveda en la que ellos mismos habían colgado tiempo atrás, como ofrenda a Nuestra Señora, un barco con todos sus aparejos. Eran hombres justos y que temían a Dios. Y el señor Guillaume Truphème, párroco de Saint-Valery, después de haberles dado la absolución, dijo con una voz regada por las lágrimas:

-Jamás fueron sepultados en tierra sagrada, para esperar ahí el juicio de Dios, personas más honestas y mejores cristianos que Jean Lenoël y su hijo Désiré.

Y mientras las barcas con sus patrones perecían cerca de la costa, los grandes navíos naufragaban en alta mar, y no había día que el océano no devolviera algún despojo. Y sucedió que una mañana, unos chicos que trasladaban una barca vieron una figura flotando sobre el mar. Era la de Jesucristo, a tamaño natural, esculpida en madera resistente y si barnizar, que parecía una obra antigua. El buen Dios flotaba sobre el agua con los brazos extendidos. Los chicos lo sacaron a la orilla y lo llevaron a Saint-Valery. Tenía la frente ceñida por una corona de espinas; sus pies y sus manos estaban taladrados. Pero faltaban los clavos lo mismo que la cruz. Con los brazos aún abiertos para ofrecerse y bendecir, aparecía tal como lo habían visto José de Aritmatea y las santas mujeres en el momento de darle sepultura. Los chicos se lo entregaron al párroco Truphème que les dijo:

-Esta imagen del Salvador es una escultura antigua y el que la hizo debe estar muerto desde hace mucho tiempo. Aunque los vendedores de Amiens y de París venden en la actualidad por cien francos e incluso más, estatuas admirables, hay que reconocer que los artistas de antaño tenían también su mérito. Pero a mí me alegra sobre todo la idea de que si Jesucristo ha venido así, con los brazos abiertos a Saint-Valery, es para bendecir su parroquia tan cruelmente golpeada y para anunciar que Él tiene piedad de las pobres personas que van a la pesca poniendo en peligro sus vidas. Es el Dios que caminaba sobre los aguas y bendecía las redes de Cefas.


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Hasta aquí un fragmento de este cuento y en próxima entrada su continuación.
Quiero comentar que hace pocos días he visto una película, doblada al español, que con el mismo título "El Cristo del Océano" recrea esta historia narrada por el célebre escritor francés. En la película tiene más peso, que en el relato, el personaje del niño, que en vano espera el regreso de un amigo pescador, seguramente muerto en esa tormenta en alta mar y espera a su madre que por trabajo se ha ausentado a una ciudad lejana. En la pelicula es este niño quien un día ve algo flotando que se acerca a la costa y  cuando por fin las olas terminan depositando el objeto en la playa, comprueba que es una imagen de cristo sin la cruz de madera.- Me pareció una excelente película, sin violencias, sin  golpes bajos, y que sí apela mucho a los sentimientos.- 

domingo, 8 de abril de 2012

Anatole France (1844-1924)

Escritor francés: poeta, dramaturgo, novelista, autor de numerosos cuentos y textos sobre temas históricos.
por el conjunto de su obra recibió en 1921 el Premio Nobel de Literatura.

POESÍAS





Marina

Bajo las blandas palideces que vuelan en silencio

El acantilado, el mar y la arena, en la ensenada

Las embarcaciones se revelan ya.

De la vorágine oriental el sol emerge

Y cubre al océano de una capa embrazada.

La duna a lo lejos sonríe, ondulante y rosada.

Viajan los relámpagos en los cristales de las casas.

En el vértice de los cuchillos las jóvenes frondas

Comienzan a reverdecer en la claridad primera,

Y el cielo aspira largamente la luz.

Él fija en el espacio un vago rumor

Donde el trabajo humano va a lanzar su clamor.

Las mujeres en zuecos descienden de la aldea,

Los pescadores hacen secar sus redes sobre la playa,

Y el sol ilumina las espaldas de los marineros,

Los espasmos de los peces en el mimbre de las cestas.

En un hueco de acantilado donde flota la estopa,

Un viejo hombre calafatea, cantando, su chalupa,

Mientras que todo en lo alto, entre los cardos blancos,

Caminan dos aduaneros, al paso, graves y lentos.

En un barco pesquero con vela latina,

Blanco triángulo, reluce a través de la llovizna,

Un viejo marino, de pie sobre el castillo,

Estira el brazo a lo largo, interroga al viento.

                                                                   (De Los poemas dorados, 1873).