jueves, 30 de septiembre de 2010

Libro: "Piloto de Guerra" Autor: Antoine de Saint-Exupéry

I

Estoy soñando, no hay duda. Me hallo en el colegio. Tengo quince años.

Acodado sobre el negro escritorio resuelvo pacientemente mi problema de

geometría, valiéndome con destreza del compás, la regla, el transportador.

Soy un muchacho estudioso y tranquilo. A mi alrededor algunos

compañeros hablan en voz baja, uno de ellos ordena cifras en un pizarrón;

otros, no tan serios, juegan al bridge. Por momentos me hundo con mayor

profundidad en mis sueños y miro a través de la ventana. Una rama oscila

suavemente al Sol. Miro largamente, soy un alumno distraído...

Experimento placer en gozar del Sol tanto como en saborear el olor infantil

del pupitre, de la tiza, del pizarrón. ¡Con qué alegría me sumerjo en esa

infancia tan protegida! Sé muy bien que primero se nos da la infancia, el

colegio, los compañeros; que luego llega el día en que se rinde examen, en

que se recibe un diploma, en que, con el corazón apretado, se franquea un

umbral más allá del cual, de buenas a primeras, se es hombre. Entonces

pisamos con fuerza, comenzamos nuestro camino en la vida. Los primeros

pasos de nuestro camino. Por fin probaremos nuestras armas sobre

adversarios verdaderos. Usaremos la regla, la escuadra, el compás, para

construir el mundo o para triunfar sobre nuestros enemigos. ¡Se acabaron

los juegos!

Sé que, por lo general, un estudiante no tiene miedo de afrontar la vida;

que, por el contrario, bufa de impaciencia. Los tormentos, los peligros, las

amarguras de la vida de un hombre no intimidan a ningún estudiante.

Pero yo... soy un estudiante raro. Soy un estudiante consciente de la

felicidad y que no está tan apurado por afrontar la vida...

Pasa Dutertre. Lo invito.

—Siéntate aquí, juguemos con las cartas.

Y me alegro de sacarle el as de pique.

Frente a mí, sobre un escritorio negro como el mío está sentado

Dutertre con las piernas colgando. Se ríe. Yo sonrío con modestia. Pénicot

se une a nosotros y posa su brazo sobre mi espalda:

—¿Qué tal, compañero?

¡Dios mío, qué tierno es todo esto!

Un celador (¿es realmente un celador?) abre la puerta para llamar a dos

compañeros, quienes abandonan su regla, su compás, se levantan y salen.

Los seguirnos con la mirada. Para ellos el colegio ha terminado, se los

larga a la vida. Su ciencia les servirá. Como hombres probarán ahora

sobre sus adversarios las recetas de sus cálculos. Extraño colegio, al que

cada uno a su hora abandona sin grandes adioses. Estos dos compañeros

ni nos han mirado. Sin embargo, los azares de la vida quizá los lleven más



allá de la China. ¡Mucho más allá! ¿Acaso los hombres pueden asegurar

que se volverán a ver una vez que la vida los disperse, al salir del colegio?

Nosotros, los que vivimos aún en la cálida paz de la incubadora,

bajamos la cabeza.

—Oye Dutertre, esta noche...

Pero la puerta se abre por segunda vez y lo que oigo suena como un

veredicto:

—Capitán de Saint-Exupéry y subteniente Dutertre, presentarse al

comandante.

Se terminó el colegio; ahora, a la vida.

—¿Tú sabías que nos tocaba a nosotros?

—Pénicot voló esta mañana.

Puesto que se nos convoca, es seguro que partimos en misión. Estamos

a fines de mayo, en plena retirada, en pleno desastre. Se sacrifican las

tripulaciones como si se echaran vasos de agua en un incendio de bosque.

¿Acaso se pueden pesar los riesgos cuando todo se desmorona? Todavía

quedamos cincuenta tripulaciones de Gran Reconocimiento para toda

Francia, cincuenta tripulaciones de tres hombres cada una, veintitrés de

las cuales formamos el grupo 2/33. En tres semanas perdimos diecisiete

tripulaciones sobre veintitrés. Nos fundimos como un cirio. Ayer decía al

teniente Gavoille:

—Ya lo veremos después de la guerra.

Y el teniente Gavoille me respondió:

—No tendrá usted, mi capitán, la pretensión de seguir viviendo después

de la guerra.

Gavoille no bromeaba. Sabemos perfectamente que no se puede hacer

otra cosa que echarse en la hoguera, aun cuando el gesto sea inútil.

Somos cincuenta para toda Francia. ¡Sobre nuestras espaldas descansa

toda la estrategia del ejército francés! Hay un bosque inmenso que arde y,

para apagarlo, sólo unos pocos vasos de agua para sacrificar. Pues bien, se

los sacrificará.

Correcto. ¿Quién piensa en lamentarse?

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