I
Estoy soñando, no hay duda. Me hallo en el colegio. Tengo quince años.
Acodado sobre el negro escritorio resuelvo pacientemente mi problema de
geometría, valiéndome con destreza del compás, la regla, el transportador.
Soy un muchacho estudioso y tranquilo. A mi alrededor algunos
compañeros hablan en voz baja, uno de ellos ordena cifras en un pizarrón;
otros, no tan serios, juegan al bridge. Por momentos me hundo con mayor
profundidad en mis sueños y miro a través de la ventana. Una rama oscila
suavemente al Sol. Miro largamente, soy un alumno distraído...
Experimento placer en gozar del Sol tanto como en saborear el olor infantil
del pupitre, de la tiza, del pizarrón. ¡Con qué alegría me sumerjo en esa
infancia tan protegida! Sé muy bien que primero se nos da la infancia, el
colegio, los compañeros; que luego llega el día en que se rinde examen, en
que se recibe un diploma, en que, con el corazón apretado, se franquea un
umbral más allá del cual, de buenas a primeras, se es hombre. Entonces
pisamos con fuerza, comenzamos nuestro camino en la vida. Los primeros
pasos de nuestro camino. Por fin probaremos nuestras armas sobre
adversarios verdaderos. Usaremos la regla, la escuadra, el compás, para
construir el mundo o para triunfar sobre nuestros enemigos. ¡Se acabaron
los juegos!
Sé que, por lo general, un estudiante no tiene miedo de afrontar la vida;
que, por el contrario, bufa de impaciencia. Los tormentos, los peligros, las
amarguras de la vida de un hombre no intimidan a ningún estudiante.
Pero yo... soy un estudiante raro. Soy un estudiante consciente de la
felicidad y que no está tan apurado por afrontar la vida...
Pasa Dutertre. Lo invito.
—Siéntate aquí, juguemos con las cartas.
Y me alegro de sacarle el as de pique.
Frente a mí, sobre un escritorio negro como el mío está sentado
Dutertre con las piernas colgando. Se ríe. Yo sonrío con modestia. Pénicot
se une a nosotros y posa su brazo sobre mi espalda:
—¿Qué tal, compañero?
¡Dios mío, qué tierno es todo esto!
Un celador (¿es realmente un celador?) abre la puerta para llamar a dos
compañeros, quienes abandonan su regla, su compás, se levantan y salen.
Los seguirnos con la mirada. Para ellos el colegio ha terminado, se los
larga a la vida. Su ciencia les servirá. Como hombres probarán ahora
sobre sus adversarios las recetas de sus cálculos. Extraño colegio, al que
cada uno a su hora abandona sin grandes adioses. Estos dos compañeros
ni nos han mirado. Sin embargo, los azares de la vida quizá los lleven más
allá de la China. ¡Mucho más allá! ¿Acaso los hombres pueden asegurar
que se volverán a ver una vez que la vida los disperse, al salir del colegio?
Nosotros, los que vivimos aún en la cálida paz de la incubadora,
bajamos la cabeza.
—Oye Dutertre, esta noche...
Pero la puerta se abre por segunda vez y lo que oigo suena como un
veredicto:
—Capitán de Saint-Exupéry y subteniente Dutertre, presentarse al
comandante.
Se terminó el colegio; ahora, a la vida.
—¿Tú sabías que nos tocaba a nosotros?
—Pénicot voló esta mañana.
Puesto que se nos convoca, es seguro que partimos en misión. Estamos
a fines de mayo, en plena retirada, en pleno desastre. Se sacrifican las
tripulaciones como si se echaran vasos de agua en un incendio de bosque.
¿Acaso se pueden pesar los riesgos cuando todo se desmorona? Todavía
quedamos cincuenta tripulaciones de Gran Reconocimiento para toda
Francia, cincuenta tripulaciones de tres hombres cada una, veintitrés de
las cuales formamos el grupo 2/33. En tres semanas perdimos diecisiete
tripulaciones sobre veintitrés. Nos fundimos como un cirio. Ayer decía al
teniente Gavoille:
—Ya lo veremos después de la guerra.
Y el teniente Gavoille me respondió:
—No tendrá usted, mi capitán, la pretensión de seguir viviendo después
de la guerra.
Gavoille no bromeaba. Sabemos perfectamente que no se puede hacer
otra cosa que echarse en la hoguera, aun cuando el gesto sea inútil.
Somos cincuenta para toda Francia. ¡Sobre nuestras espaldas descansa
toda la estrategia del ejército francés! Hay un bosque inmenso que arde y,
para apagarlo, sólo unos pocos vasos de agua para sacrificar. Pues bien, se
los sacrificará.
Correcto. ¿Quién piensa en lamentarse?
ME ENCANTA
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