Sredni Vashtar
Esa noche,
en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios cajón. Hasta entonces,
Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.
-Una sola
cosa te pido, Sredni Vashtar.
No
especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un dios nada lo ignora. Y
ahogando un sollozo, mientras echaba una mirada al otro rincón vacío, Conradín
regresó a ese otro mundo que detestaba.
Y todas las
noches, en la acogedora oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la
penumbra de la casilla, se elevó la amarga letanía de Conradín:
-Una sola
cosa te pido, Sredni Vashtar.
La señora
De Ropp notó que las visitas a la casilla no habían cesado, y un día llevó a
cabo una inspección más completa.
-¿Qué
guardas en ese cajón cerrado con llave? -le preguntó-. Supongo que son
conejitos de la India. Haré que se los lleven a todos.
Conradín
apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la
llave, y luego se dirigió a la casilla para completar su descubrimiento. Era
una tarde fría y Conradín había sido obligado a permanecer dentro de la casa.
Desde la última ventana del comedor se divisaba entre los arbustos la casilla;
detrás de esa ventana se instaló Conradín. Vio entrar a la mujer, y la imaginó
después abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con sus ojos miopes
el lecho de paja donde yacía su dios. Quizá tantearía la paja movida por su
torpe impaciencia. Conradín articuló con fervor su plegaria por última vez.
Pero sabía al rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a otro con
esa sonrisa fruncida que él tanto detestaba, y dentro de una o dos horas el
jardinero se llevaría a su dios prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón
de color pardo, en un cajón. Y sabía que la Mujer terminaría como siempre por
triunfar, y que sus persecuciones, su tiranía y su sabiduría superior irían
venciéndolo poco a poco, hasta que a él ya nada le importara, y la opinión del
médico se vería confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el
himno de su ídolo amenazado:
Sredni
Vashtar avanzó:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte.
Sredni Vashtar el hermoso.
Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte.
Sredni Vashtar el hermoso.
De pronto
dejó de cantar y se acercó a la ventana.
La puerta
de la casilla seguía entreabierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran
largos, pero pasaban. Miró a los estorninos que volaban y corrían por el
césped; los contó una y otra vez, sin perder de vista la puerta. Una criada de
expresión agria entró para preparar la mesa para el té. Conradín seguía
esperando y vigilando. La esperanza gradualmente se deslizaba en su corazón, y
ahora empezó a brillar una mirada de triunfo en sus ojos que antes sólo habían
conocido la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva,
volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron
recompensados: por la puerta salió un animal largo, bajo, amarillo y castaño,
con ojos deslumbrados por la luz del crepúsculo y oscuras manchas mojadas en la
piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín se hincó de rodillas. El Gran
Hurón de los Pantanos se dirigió al arroyuelo que estaba al extremo del jardín,
bebió, cruzó un puentecito de madera y se perdió entre los arbustos. Ese fue el
tránsito de Sredni Vashtar.
-Está
servido el té -anunció la criada de expresión agria-. ¿Dónde está la señora?
-Fue hace
un rato a la casilla -dijo Conradín.
Y mientras
la criada salió en busca de la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador
el tenedor de las tostadas y se puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo
tostaba y lo untaba con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento placer de
comérselo, Conradín estuvo atento a los ruidos y silencios que llegaban en rápidos
espasmos desde más allá de la puerta del comedor. El estúpido chillido de la
criada, el coro de interrogantes clamores de los integrantes de la cocina que
la acompañaba, los escurridizos pasos y las apresuradas embajadas en busca de
ayuda exterior, y luego, después de una pausa, los asustados sollozos y los
pasos arrastrados de quienes llevaban una carga pesada.
-¿Quién se
lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! -exclamó una voz chillona.
Y mientras
discutían entre sí el asunto, Conradín se preparó otra tostada.
......................................................Fin........................................
Su vida es muy aventurera y transcurre en distintos países, incluso regresa a Birmania e ingresa a la policía por tres años. Muere en Francia, en el campo de batalla, durante la primera guerra mundial, habiéndose enrolado como soldado, a pesar de no estar obligado por la edad. Vivió cuarenta y seis años. Cuánto más hubiera acrecentado su obra literaria si el flagelo de la guerra no lo hubiera arrebatado en la plenitud de su vida. (Mayor información sobre este interesante autor, se puede encontrar en www.ciudadseva.com así como en Wikipedia) ; a propósito en este sitio se dice que las últimas palabras de SAKI en la trinchera, fueron:"¡Apagad ese maldito cigarrillo!"
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