Sredni Vashtar
La señora
De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no
quería a Conradín, aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al
contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era particularmente
penoso. Conradín la odiaba con desesperada sinceridad, que sabía disimular a la
perfección. Los escasos placeres que podía procurarse acrecían con la
perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del reino de su
imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.
En el triste
jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no
hiciera esto o aquello, o recordarle que era la hora de ingerir un remedio,
Conradín hallaba pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban
celosamente vedados, como si hubieran sido raros ejemplares de su especie
crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera resultado difícil encontrar quien
pagara diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi
oculta por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada, y en su
interior Conradín halló un refugio, algo que participaba de las diversas
cualidades de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de
fantasmas familiares, algunos provenientes de la historia y otros de su imaginación;
estaba también orgulloso de alojar dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón
vivía una gallina del Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un
cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un
cajón, dividido en dos compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados uno
muy cerca del otro. Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un
amigo, dependiente de carnicería, introdujo de contrabando, con jaula y todo, a
cambio de unas monedas de plata que guardó durante mucho tiempo. Conradín tenía
mucho miedo de ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin
embargo, su tesoro más preciado. Su presencia en la casilla era motivo de una
secreta y terrible felicidad, que debía ocultársele escrupulosamente a la
Mujer, como solía llamar a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la
bestia un nombre maravilloso, y a partir de entonces el hurón de los pantanos
fue para Conradín un dios y una religión.
...........................................Continuará....................................
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