Segunda Parte
Y, tras haber hecho que colocaran al Cristo en la iglesia, sobre el mantel del altar mayor, el párroco Truphème se marchó para encargarle al carpintero Lemerre una bella cruz en madera de roble. Cuando estuvo hecha, clavaron en ella al buen Dios con clavos nuevos y la irguieron en la nave, por encima del poyo de mampostería. Fue entonces cuando vieron que sus ojos estaban llenos de misericordia y como húmedos de una piedad celestial. Uno de los mayordomos de la parroquia, que asistía a la colocación del crucifijo, creyó ver que las lágrimas corrían por el divino rostro. A la mañana siguiente, cuando el señor párroco entró en la iglesia con el monaguillo para celebrar misa, se sorprendió mucho al ver la cruz vacía encima del poyo y el Cristo tendido sobre el altar. Tan pronto como terminó la celebración del santo sacrificio, mandó llamar al carpintero y le preguntó por qué había desclavado el Cristo de su cruz. Pero el carpintero respondió que él no lo había tocado en absoluto; y, después de haber interrogado al pertiguero y a los fabriqueros, el párroco Truphème se aseguró de que nadie había entrado en la iglesia desde el momento en el que el buen Dios había sido colocado por encima del poyo.
Tuvo entonces la sensación de que aquellas cosas eran milagrosas y las meditó prudentemente. El domingo siguiente, habló de ello a los fieles de la parroquia y les invitó a contribuir con sus donaciones para erigir una nueva cruz más bella que la primera y más digna de llevar a Aquel que redimió al mundo. Los humildes pescadores de Saint-Valery dieron tanto dinero como pudieron, y las viudas ofrecieron sus alianzas. Por lo que el párroco pudo ir de inmediato a Abbeville para encargar una cruz de madera negra, muy brillante, coronada por un letrero con la inscripción «I.N.R.I» en letras doradas. Dos meses más tarde, la colocaron en el lugar de la primera y clavaron en ella el Cristo entre la lanza y la esponja. Pero Jesús la abandonó como a la otra, y durante la noche fue a tenderse sobre el altar.
Cuando, a la mañana siguiente, el señor párroco la encontró allí, cayó de rodillas y oró durante mucho rato. El rumor de aquel milagro se difundió por todos los alrededores, y las señoras de Amiens hicieron colectas para el Cristo de Saint-Valery. Y el padre Truphème recibió de París dinero y joyas, y la esposa del ministro de Marina, la señora Hyde de Neuville, le envió un corazón de diamantes. Disponiendo de todas aquellas riquezas, un orfebre de la calle Saint-Sulpice hizo, en dos años, una cruz de oro y pedrerías que fue inaugurada con gran solemnidad en la iglesia de Saint-Valery, el segundo domingo después de Pascua del año 18... Pero Aquel que no había rechazado la cruz dolorosa, se escapó de esta cruz tan rica y fue a tenderse de nuevo sobre el lino blanco del altar. Por temor a ofenderlo, esta vez lo dejaron allí, y allí descansaba desde hacía más de dos años, cuando Pierre, el hijo de Pierre Caillou, fue a decirle al párroco Truphème que había encontrado en la playa la auténtica cruz de Nuestro Señor.
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